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Revista LifePlay Nº 5 – Mayo 2016 – ISSN: 2340-5570
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Demos un salto más, esta vez, hasta el videojuego indie
The Fourth
Wall
. El argumento es simple: encarnamos un personaje con el
poder de atravesar los límites de la pantalla desde el momento en
que, toda vez que el jugador lo decida, podrá utilizar el recurso de
salir por la derecha y aparecer por la izquierda, de caer en el límite
inferior y surgir desde el superior. Al plantearse como un viaje
iniciático por las etapas fundantes de un individuo (niñez, juven-
tud, madurez) se hace coincidir la presentación de las reglas con la
representación del avatar. Al principio, el escenario implica un
límite relativo al punto de vista de la cámara fija, y cada nivel se
distingue y se distribuye en el interior de unos márgenes inmóviles
(pero
atravesables
, como decimos, en el plano del avatar). No deja
de ser interesante el modo en que el juego subvierte el fuera de
campo según la convención del
scroll
horizontal. La experiencia
resulta similar a esos obstáculos de un plataformas que, para ser
superados, exigen la previsión del salto en una pantalla y su conse-
cución en la siguiente. En un escenario empiezas un salto que sería
a ciegas de no saber, prolépticamente, que la pantalla a la que el
juego pasa (o
corta
) inscribe el sólido que has de alcanzar. Por
comparación, en
The Fourth Wall
, ese sólido ya se encuentra ocul-
to o implicado figuralmente en el escenario, al que reingresamos
sin cortar entre pantallas. En las primeras fases, por tanto, el cuer-
po se reincorpora una y otra vez al mismo espacio anclado, hasta
que al final, según dicta el cliché, el avatar llega a una puerta que
atraviesa rumbo al siguiente escenario. Hagamos notar que estas
puertas que el personaje cruza, luciendo ese
sprite
que da la espal-
da al jugador, son los únicos portales que comunican fases, y que
realmente
atraviesan el intervalo o intersticio imposible entre los
escenarios.
Cuando el cuerpo del avatar crece y abraza la juventud del postado-
lescente, la pantalla desancla su fijación en el mundo y comienza a
seguirnos. No de cualquier manera: la cámara realiza un segui-
miento horizontal que mantiene la figura del avatar en el centro.
En este caso, el seguimiento (que remite maquinalmente al
trave-
lling
lateral) supone un sistema de posicionamiento egocentrado.
O sea, que contiene al sujeto inmóvil como
axis mundi
, reinsertado
siempre en el centro del cuadro, mientras los paisajes del mundo,
igual que las imágenes convencionales, se mueven para él, y no al