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Revista LifePlay Nº 4 – Abril 2015 – ISSN 2340-5570
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nada tienen que aportar al discurso videolúdico. El paradigma de
este modelo lo podríamos encontrar en los
sandbox
de la compañía
Ubisoft: las sagas
Assassin’s Creed
y
Far Cry,
que con la repetición
de un patrón son capaces de vender con soltura casi el mismo juego
“reskineado
año tras año al precio de salida.
La decisión de los consumidores está sin duda regida, entre
otros factores, por la cantidad de horas de ocio que estos
videojuegos les proporcionan, algo que no podemos discutir.
Tampoco podemos poner en tela de juicio que estos juegos gocen
de un trasfondo histórico documentado o una dimensión narrativa
aunque, por otra parte, estamos en libertad de someterla a una
crítica desde el punto dramatúrgico adaptado a las propiedades del
medio. Más que en libertad, diría en obligación: si los videojuegos
quieren competir y reivindican su carácter artístico, estupendo.
Asumamos las reglas del juego y comparémoslos con sus hermanos
mayores del cine y la literatura. Si las películas de grandes
cineastas son capaces de mostrar personajes complejos en dos
horas: ¿por qué no exigirle a un videojuego que trascienda los
arquetipos genéricos y simples giros de guión en las generosas
horas de las que disponen?
Toda esta aparente escisión entre tecnología y potencialidad
discursiva me trae a la cabeza la crisis del Hollywood de los sesenta
tras el surgimiento de las llamadas películas independientes. El
cierre de Irrational Games, pese a sus criticadas concesiones a la
galería, nos recuerda a la huida de David Lean del cine tras el
varapalo crítico a
The Ryan’s Daughter
(1970). Aunque Rapture
también sea hija de Ryan, los videojuegos de Irrational nada tienen
que ver con la obra del cineasta británico. Sin embargo, de alguna
manera reflejaban que el gran formato industrial no tenía que estar
puesto únicamente al servicio de la atracción y el fuego de artificio
hueco, sino que también podía ser el vehículo de una potente
poética discursiva. Lo que me entristece de todo esto es que el
talento sólo acabará o encontrando refugio en los formatos
pequeños o engullido por un sistema industrial que, siguiendo a su
público, ha dejado de apostar por la creatividad. De las complejas
relaciones que se establecían entre el diseño de escenarios y los
artefactos de audio narrativos de la extinta Irrational Games,
imposibles sin el desarrollo tecnológico y el mecenazgo de la
industria, hemos pasado a los inmensos escenarios de
Destiny
(Bungie, 2014), tan estéticamente trabajados como huecos de
significación.