Revista LifePlay Nº 3 – Septiembre 2014 – ISSN 2340-5570
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ente puramente instrumental; de hecho apunta que su valor como
artista “consiste precisamente en haber dejado de serlo” (pág. 41),
lo que potencia su alcance como creador. El pintor de Figueras es
profundamente autoconsciente del arte de su tiempo, un
pasatiempo con imposibilidad de trascendencia alguna. Su
trayectoria y modo de afrontar el arte apunta aspectos sumamente
relevantes como que el arte tiene una dimensión lúdica en el que
hacer dinero es hacer arte y además comprende la importancia de
la irrupción de las masas en la creación. Por ello el arte de Dalí
funciona mejor a través de la reproductibilidad a juicio de Ruiz
Zamora.
Duchamp y la estela que inaugura protagonizan el siguiente
capítulo; el interés en su figura radica en haber abierto la
dimensión pretendidamente intelectualista de las artes, lo que
posteriormente ha florecido en las corrientes conceptuales. Sin
embargo su escepticismo, típico del post-arte en cuanto a la
realización material de la obra de arte, se plantea desde los
presupuestos ideológicos de un idealismo estético típicamente
romántico. En su análisis de la figura de Duchamp, Ruiz Zamora
sitúa sus
ready-made
“como una especie de paréntesis o etapa de
transición entre la última expresión del Gran Arte en mayúsculas,
representado por el proyecto de renovación formal de Picasso y el
territorio del nihilismo post-artístico que se inaugura con el genial
histrionismo de Dalí” (pág. 62).
A ello sigue el ensayo
Arte y política
, donde el autor apunta que
Ortega y Gasset, en
La deshumanización del arte
, considera que
política y arte tienen sus propios e inconexos espacios. Walter
Benjamin, con
La obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica
, lo rebate al ejemplificar el desembarco de la política en el
ámbito de la reflexión estética tras el crack del 29 y la progresiva
expansión de las ideologías totalitarias. Estos dos pensadores se
emplean, a lo largo de este capítulo, como hilo conductor por las
relaciones entre arte y política en el siglo XX, especialmente
manifiestas en la búsqueda de la efectividad propagandística, que
asciende con las alas de la reproductibilidad técnica, lo que
repercute en la pérdida de aura para la obra y el artista. Esta visión
se complementa con las aportaciones de Willi Münzenberg, quien
entiende que la cultura puede convertirse en una herramienta de
adocenamiento ideológico en la misma medida que las creencias
religiosas, y Adorno, que a su vez apunta el carácter regresivo de la
obra de arte “comprometida” donde el artista se reviste de aura.
Arte y política, de esta manera, se unen: “mientras la política
deviene mera propaganda descargada de todo matiz dialéctico o
discursivo, el arte, no sólo absorbe la dimensión de ‘sustancialidad’